La realidad tiene más caras de las que a veces queremos ver. Ya que el éxito y la felicidad no se encuentra en ganar siempre, sino en no rendirse nunca.
El noble arte de pugilismo me ha ofrecido multitud de historias, multitud de anécdotas y multitud de fracasos. He podido vivir en primera persona la esencia más propia y genuina del ser humano en su estado más puro y natural, así como vivir de cerca situaciones dantescas y situaciones exitosas, aunque, si con algo me quedo después de 25 años como entrenador de boxeo es con una historia inolvidable y genuina de una chica boxeadora que tenía un denominador común: y es que odiaba la báscula. Un elemento fundamental e indispensable de cualquier boxeador, pero que ella odiaba, por eso la llegué a denominar: “la boxeadora del peso incierto”.
Se suele decir que detrás de cada boxeador siempre hay una historia. Y esta lo es. Esta historia aconteció hace la friolera de 15 años, cuando entrenaba en el gimnasio LUXER de la calle Príncipe de Vergara de Madrid.
Siempre he sido entrenador de boxeo, ya que estudié la carrera de educación física y tras pasar varios años como preparador en varios clubs de fútbol decidí dedicarme a mi verdadera pasión y vocación, el boxeo.
De pequeño en mi casa siempre se había respirado ambiente pugilístico, ya que mi abuelo fue boxeador en la edad dorada del boxeo español, llegó a pelear en el Campo del Gas de Madrid y en el Circo Price de Barcelona, siendo aspirante oficial al Campeonato de España del peso welter, pero nunca lo llegó a disputar. En casa era muy habitual hablar de boxeo, de veladas memorables, combates históricos, historias de púgiles… así que desde niño he sentido verdadera fascinación por el noble arte y de todo lo que le rodea. Aunque como boxeador no tuve gran éxito, a pesar de intentarlo, hasta que decidí dedicarme a ser entrenador y devolver al boxeo lo que él tanto había dado a mi familia y a mi vida.
Solía trabajar en varios gimnasios a la vez, y era el preparador físico de entrenadores de primer nivel. Si bien en los últimos tiempos debido a la decadencia del boxeo en España entrenada solo en gimnasios de tercera fila y a púgiles más bien mediocres.
Hasta que por medio de un amigo me llamarón de un gimnasio de esos pijos donde acuden los ejecutivos del centro de Madrid para desestresarse o fardar de sus músculos, para empezar a dar clases de boxeo en el gym. Al principio me dio un poco de reparo entrenar allí, pero como también daba clases de boxeo para amateurs y algún neo profesional en otro gimnasio de la periferia por las mañanas acepté el reto, o, mejor dicho, el combate.
Llevaba cerca de 6 meses entrenando a chavales y señores ansiosos por desahogarse y quemar toda su adrenalina contra el saco o contra ellos mismos. Me resultaba muy fácil dirigir a estos individuos, pues eran puros ignorantes del boxeo y lo único que buscaban eran fardar en sus entorno de ser boxeadores, lo cual a mí me enrabiaba de sobrada manera, pues el noble arte del pugilismo lo estaban adulterando, aunque para mi ego intentaba quitarle hierro al asunto pensando que solo eran unas horas a la semana y lo que verdaderamente me importaba era los profesionales del otro gimnasio.
Hasta que a principios del mes de octubre empezó a asistir a las clases boxísticas una chica de unos 19 años, menudita, algo arisca y antipática, pero que golpeaba el saco con virulencia y participaba activamente en todas las clases. En los entrenamientos se le notaba la rabia contenida en su interior, y, el saco, el punching o su oponente de cuadrilátero eran cómplices de su aguerrido temperamento y pasión.
Si bien lo verdaderamente significativo de esta historia es que la chica había llegado al gimnasio y al ring por recomendación de su psicólogo. Así es; pues estaba bajo tratamiento debido a una fuerte depresión, y el boxeo es un excelente deporte para aumentar la autoestima, la confianza y seguridad en uno mismo, aparte de canalizar la agresividad, soltar adrenalina, generar endorfinas y servir como desahogo. Por eso estaba allí como terapia emocional.
El dueño del gimnasio me contó su caso, ya que esta chica que se llamaba Covadonga era anoréxica, debido a que padecía esta enfermedad desde algunos años y sus padres no sabían que hacer para remediarlo y tras acudir a innumerables sesiones de terapia el último psicólogo les recomendó que el boxeo era un método muy efectivo para combatir esta pandemia del siglo XXI.
Ella al cabo de varios meses me contó su caso, uno más de tantos que por desgracia padece parte de nuestra sociedad. Y es que en este mundo superficial y frívolo donde prima la estética en lugar de la ética, hay personas que son víctimas directas de esta degradación banal del ser humano y con 17 años empezó a dejar de comer, simplemente porque no se fijaban los chicos en ella, y claro, a esas edades es un factor importante. Ella creyó que dejando de comer y adelgazando iba a destacar más y estar en la órbita actual, pero fue todo lo contario, cayó en una enorme enfermedad y depresión que la llevó a obsesionarse con su cuerpo, la ropa y el físico.
En el gimnasio, al principio la costó arrancar y se mantenía muy reservada y poco habladora, hasta que empezó a darse cuenta que allí eran todos iguales, no había diferenciación social ni estética, y que sino dabas recibes una soberana paliza. Y según iban pasando las semanas la joven boxeadora se encontraba cada vez más integrada en el grupo e iba aprendiendo los golpes característicos del pugilismo, si bien donde más disfrutaba era golpeando al saco.
Una vez aprendido los golpes y la normativa boxística, la enseñé a mantener la guardia siempre alzada y a encontrar la distancia respecto a su rival, dos condicionantes imprescindibles en la técnica del púgil. Aunque en su vida diaria pasaba algo parecido porque asiduamente tenía que mantener la guardia alta y cuidar la distancia con sus oponentes para no ser golpeada con improperios y prejuicios físicos.
En el gimnasio su pareja solía ser otra chica del mismo nivel, pero en algunas ocasiones se la emparejaba con algún chico para que se pudiera soltar. Era ahí cuando ella sacaba lo mejor de sí misma para concentrarse e intentar asestar golpes al oponente que no se achantaba por el simple hecho de ser una chica. En boxeo se trata a todos por igual. Es por ello que nuestra protagonista se sintiera valorada e integrada en el grupo, y lo que ello conlleva: amistad, compromiso, superación, lealtad, compañerismo… Pues, la pertenencia a un grupo que lucha por una causa común aporta un sentimiento de protección, seguridad, y, por ende, eleva el amor propio; de ahí que la boxeadora se implicara y colaborara en el desarrollo de la inteligencia colectiva, ya que en su vida diaria y estudiantil únicamente podía desarrollar la inteligencia individual.
En la encrucijada del cuadrilátero la única manera de mantenerse firme es enfrentarse con auténtico valor cada desafío, solo creyendo en nosotros mismos y nunca bajar los brazos; eso implica mantener la guardia siempre alzada. Por ello, la boxeadora protagonista de este relato intentó extrapolar su lucha en el ring para ganar su combate más difícil: la pelea de la vida.
Estaba siendo participe de un hecho nunca antes vivido por mi persona al ser protagonista de la lucha diaria personal y deportiva de una alumna que, no era tan distinta al resto de mi púgiles profesionales, ya que al igual que ellos tenían que combatir diariamente contra sí mismo.
Y al cabo de varias semanas Covadonga se convirtió en otra persona: se había liberado de sus complejos, reforzado su autoestima, aumentando su confianza y se sentía más segura y a gusto consigo misma. Si bien para conseguir ese objetivo había tenido que romper varios tópicos, ganarse respeto en un deporte de hombres y, lo más importante, recuperar su dignidad y amor propio.
Aunque para llegar ahí había tenido que vencer a peor de sus enemigos: la báscula.
A lo largo de mi vida siempre he etiquetado a las personas por su condición física, es decir, dependiendo de su peso les catalogaba en cada una de las distintas categorías en las que se dividen los boxeadores: peso mosca, pluma, ligero, super-ligero, welter, medio, pesado… 16 categorías en chicos y 15 en chicas, ya que no existe para ellas el peso crucero; que es la base fundamental para etiquetar a cada boxeador.
Y el caso de Covadonga era totalmente complejo, ella siempre había tenido como principal rival de su vida a la báscula, ya que al ser anoréxica tenía una obsesión total por pesarse, y ahora se había reconvertido esa obsesión, pues no quería saber su peso real por miedo a conocer su verdadero estado, lo que dificultaba mi labor como entrenador al no poder encuadrarla en una división de boxeo. A pesar de eso, la encuadré en la categoría de los gallo, 53 kilos.
Su psicólogo, que solía frecuentar el gimnasio una vez al mes, me dijo que estas situaciones solían pasar en enfermos anoréxicos, que pasaban de tener verdadera obsesión por pesarse entre cinco y seis veces al día, a no pesarse, lo que podía transmitir un cierto avance, al pasar de obsesionarse por su peso y no comer, a regular la alimentación debido al esfuerzo diario en el gimnasio, su esperanza por mejorar entrenando y sentirse contenta por superarse día a día. Aunque en ambos casos se generaba ansiedad por miedo.
El boxeo había transformado sus hábitos en un tiempo record, ya que había recuperado el apetito, comía regularmente, no faltaba a ninguna clase, asistía a veladas de boxeo… se puede decir que había vuelto a ser al Covadonga de siempre y había recuperado su personalidad, si bien todavía había algo a lo que se resistía: a pesarse. Por mucho que la dijera que era necesario para encuadrarla en una categoría, ella se negaba en rotundo y me repetía mil veces que tenía miedo a la báscula porque lo había pasado muy mal por obsesionarse con la estética, y ahora que estaba mejor no quería volver a depender del peso.
Covadonga decidió elegir la ética en lugar de la estética, que tanto la había dañado por sus complejos. Si algo bueno tiene el boxeo es que estan prohibidos los golpes bajos, en la vida no es así.
Con el pasar de lo meses me ilusioné con ella, he de reconocer que la cogí cariño y volqué todas mis amarguras por no sacar ningún boxeador profesional con ella, pues me llenaba mucho el poder ayudarla y ver día a día sus avances tanto deportivos como personales.
Sus padres vinieron varias veces al gimnasio a felicitarme por haber conseguido guiar a su hija y encauzar su vida por el camino correcto y, sobre todo, haber conseguido recuperar su personalidad y honor. Creo que después de tantos años como entrenador el caso de Covadonga ha sido el más difícil y gratificante de todos los que he tenido, incluso por encima de cuando llevé a mi paisano “Leo Gómez” a ser Campeón de España de los ligeros.
La vida continuaba y cada día Covadonga progresaba más y más, hasta el punto que la tuve que poner con los chicos para entrenar, todos ellos de la categoría en la que consideraba que podía estar, ya que seguía oponiéndose a pesarse; decía que no había llegado hasta aquí para volver a depender de la báscula. Curiosa contradicción la que el boxeo había dado, pues hizo que olvidará su problema como el peso y ahora volvía a ser su supuesto peso quien iba a catalogar la división en donde podía boxear.
Pasó un año desde que entró por la puerta del gimnasio y ya se estaba enfrentando a boxeadoras de otros gimnasios de Madrid y extra radio con tremendo éxito, ganando todos sus combates por KO técnico y a los puntos, si bien los entrenadores de sus oponentes tenían que ceder a la hora de que justificáramos el peso de Covadonga, ya que se negaba a pesar. Yo la decía que si quería seguir peleando tendría que federarse y que la Federación obliga a pesar a los boxeadores antes de todos los combates, además había que ubicarla en un ranking amateur para su historial y hasta ahora era imposible hacerlo por su miedo a la báscula.
La situación empezaba a ser complicada, pues ya no conseguía rivales para Covadonga que quisieran pelear si no fuera bajo la reglamentación oficial de la Federación Española, y los chicos a los que se enfrentaba en el gym decían que todos los boxeadores pertenecen a una categoría y que ella por mucho que yo dijera que era un peso Gallo podría pertenecer a otra división.
Tuvimos una reunión sus padres, el psicólogo y yo para analizar la situación y diversas variantes, todas ellas complicadas. No podía dejar el boxeo porque era en la encrucijada del cuadrilátero en donde ella se sentían libre y viva, tampoco podía seguir estancada porque no iba a progresar y eso la generaría frustración, y tampoco había manera de obligarla a pesarse sin su consentimiento. Así que entre todos decidimos la mejor opción: dejar que el curso de la vida decidiera que camino quería elegir Covadonga.
Y así fue. Pasaron los meses y nuestra protagonista se estancó, ya nadie quería pelear en un combate oficial entre gimnasios, a los compañeros los tenía muy vistos, y las chicas eran muy inferiores, así que el hastío y la desilusión se volvieron a hacer mella en un aguerrido cuerpo del peso, creemos Gallo, de Covadonga.
Empecé a preocuparme por su situación por miedo a que volviera a la senda que la trajo al gimnasio o cayera en una depresión. Llamé al psicólogo y este me dijo que había que dejarlo fluir y que siguiera los pasos de Covadonga sin presionarla hasta que ella tomara una decisión, tanto buena como mala, hasta entonces no era conveniente actuar.
Yo me sentía muy mal porque todo lo que habíamos conseguido se estaba perdiendo y no podía hacer nada. Veía a Covadonga cada día más triste y despistada. Pregunté a sus compañeros sobre si habían visto algún movimiento extraño y me dijeron que todos sus pasos estaban siendo normales, hasta que un chico me dijo que la había visto varias veces mirando detenidamente la báscula que se encuentra ubicada al lado de la sauna. En ese instante me quedé totalmente sorprendido y convoqué a este chico a mi despacho.
Allí me contó que en un par de ocasiones la había visto mirando fijamente la báscula durante un par de minutos y que cabizbaja se había ido sin saludar. Mi primera impresión fue de estupefacción, pero pensándolo fríamente creo que era una buena señal, ya que Covadonga estaba una vez más enfrentándose al peor rival que todos tenemos: nosotros mismos y nuestros miedos. Había sido tan fuerte que logró superar la anorexia, los prejuicios, su miedos, aprender a boxear, volver a sonreír, tener ganas de vivir, superarse personalmente, recuperar su personalidad… y ahora se volvía a enfrentar por capricho del destino con un rival que siempre la había perseguido: la báscula.
Los días pasaron y a este chico le dije que si volvía a ver a Covadonga delante de la báscula me lo dijera. Y así fue. Al cabo de unos días al terminar una sesión de entreno, mientras yo seguía con los entrenamientos de los ejecutivos que llegaban a la clase de las nueve de la noche, este chico, al que algunos apodaban como “Pirri”, me llamó sigilosamente, a lo que correspondí acercándome con cautela. Me dijo al oído que Covadonga se encontraba frente a la báscula. Me sobresalté. Respondí de manera sosegada pero angustiosa, me acerqué con sigilo a la zona donde se ubica la báscula y al final del pasillo pude apreciar como ella se encontraba a dos pasos de la maldita báscula, una de estas digitales de marca. Los brazos los tenía caídos y la mirada baja en señal de concentración e indecisión.
Yo me mantenía impertérrito en silencio procurando que no me oyera. Hasta que pasados un par de minutos aprecié con total asombro como su pie derecho avanzaba seguido del izquierdo, se descalzaba y subía con tremendo aplomo a la dichosa báscula. En ese momento justo cuando ella miraba su peso yo di un par de aplausos en señal de admiración, que al terminar, oí como su voz entrecortada me decía:
- “Gallo, soy peso gallo”.
Nada más pronunciar esas cuatro palabras cargadas de emotividad Covadonga se dio la vuelta y corriendo fue a abrazarme llorando. A lo que correspondí abrazándola como nunca lo habría hecho, porque tanto ella como yo sabíamos que este simple acto era algo más que conocer el peso exacto de la boxeadora y su posterior catalogación dentro de la categoría del peso gallo; sino que tras muchos años de desconcierto por sus problemas con la báscula y su peso, podía olvidar de una vez por siempre ese triste capítulo de su vida.
Creo que de todos los años que llevo como entrenador y en mis inicios como boxeador no he vivido un momento tan emocionante como aquella noche de enero en la que mi querida boxeadora dejo de tener miedo a una simple báscula y pudo cerrar por completo un episodio dramático de su vida.
La vida ofreció a Covadonga una segunda oportunidad por medio del boxeo, y ella la supo aprovechar.
Y fue así como, una vez más, la encrucijada del cuadrilátero me ofreció una nueva historia de boxeo y, por ende, de la vida. En esta ocasión sobre una niña indecisa que entró por la puerta del gimnasio para combatir sus propios miedos y logró convertirse en una excelente boxeadora, y, sobre todo, las 16 cuerdas la enseñaron a ser una mujer. Y del peso gallo.
Autor: Sergio Núñez Vadillo
“La boxeadora del peso gallo” es un relato ficticio escrito por Sergio Núñez Vadillo.
7 comentarios
Million Dollar Baby gachupina
Muy buen relato, enhorabuena al autor
Ni la MONA PONCHADA POR EL CHUCKY que se dice lectora de novelas se atrevería a leer toda esta narración.
Claro, todos sabemos que se la vive viendo tvnovelas sobre narcos mexicanos; de ahí su pasión y conocimiento sobre el tema. gggg ggg gg g
Estos relatos debieran estar en audio.
román chocolate Gonzales nombrado boxeador del año en la convención anual del CMB y hay revancha con Cuadras en marzo
Mejor pelea el Siri vs vargas
Bonita historia, quien me iba a decir que la leí entera :),
PACIENCIA Y TEMPLANZA
RAZITA.
LEAN,, MUCHA PACIENCIA.
JEJEJEJEJE