Mi padre lo admiraba profundamente, sobre todo desde aquel día en que se enfrentó a Michael Moorer y lo derrotó con aquel terrible directo.
Moorer cayo abatido sin saber dónde se encontraba, la cámara superior lo grabó con los ojos vidriosos y ahí se plasmó su derrota.
Posteriormente, Foreman se arrodilló en su esquina y se puso a rezar. Un hombre de más de cuarenta que reconquistaba el título mundial de los pesados, insólito e impactante.
Con ese hito, George Foreman hizo creer a toda una generación que todo era posible, y que la experiencia, la fortaleza y el coraje bastaban para alcanzar la cumbre.
Había superado sus demonios, aquellos que le perseguían tras su derrota mucho antes con Ali en aquel histórico combate.
Había mostrado al mundo que era un boxeador de clase A, un estandarte para el deporte que amaba y practicaba y que su talento era mucho más que la simple fuerza bruta que muchos “expertos” le habían atribuido tiempo atrás.
El guerrero que derrotó al gran Joe Frazier o al temible Ron Lyle ha fallecido y ya descansa dejando en la tierra su legado porque los que pasan a la historia no tienen final.
Marcos Nogueroles Hernández